A vueltas con la fiesta de la Anunciación, resulta bonito detenerse un poco en la simbología de la escena.
La vida en equilibrio.
Nuestra vida se desarrolla en un doble movimiento de donación y recepción, acogida y despojo. La misma mujer que hoy abraza al Verbo en pañales, acunará su cuerpo inerte al pie de la cruz.
- Lo que experimenté como pérdida, se transformará en ganancia. Ganancia que se pierde al atesorarla, que se multiplica al entregarla. ¿Me lo creo? ¿O me reservo algo bajo la manga?
La humildad de María.
No desvía la mirada, no la baja servilmente: atiende al corazón. Lo importante es lo que pasa por dentro: hacer sitio, hacerse tierra.
- Cuando fuera hay excesivo ruido, ¿soy capaz de escuchar los latidos del corazón del otro?; ¿soy capaz de escuchar mis propios latidos?
El “tacto” de la Encarnación.
La imagen está dominada por el sugerente lenguaje de las manos. El Padre pone en manos de María lo más valioso que tiene. En el estilo de Dios no está simplemente el dar cosas: se da a sí mismo. Da lo que más ama. La Mujer acoge sin reservas el don. Las manos del Hijo aprenderán la confianza y el cuidado de la Vida de las manos de la Madre. Nadie cierra las manos; nadie controla, ni domina, ni aprisiona…
- ¿Me sé en manos de Dios? ¿Me sé responsable de lo que Dios se trae entre manos?
La espera… hasta el tercer día
El Padre prescinde de convertirse en absoluto para el Hijo. A partir de ahora, lo cuidará María. Un primer e invisible cordón umbilical se ha roto, después lo harán otros… hasta aprender la verdadera comunión.
- ¿Soy capaz de “desprenderme” de las personas que de algún modo han dependido de mí? ¿Me siento cómodo ante los cambios de rol con otros?
Así las cosas, y con la Pascua en el horizonte, podemos enmarcar la imagen en la reflexión agradecida que hacía Pablo a los Romanos (8, 32):
El que no se reservó a su propio Hijo,
sino que lo entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos va a regalar todo lo demás con él?