
Después de haber lavado los pies a cada uno de nosotros.
Después de la conversación íntima; después de haber hecho íntimamente público tu testamento: una herencia sin trocear y para todos, sólo un mandato, sólo un legado, todo el testamento una sola cosa: “Amaros los unos a los otros como yo os he amado; no hay cariño mayor que entregar la vida. Así vosotros".
Sólo un mandamiento,
sólo uno: entregar la vida, derramar la sangre, lavar los pies.
sólo uno: entregar la vida, derramar la sangre, lavar los pies.
Entregar la vida por quien sea, derramar la sangre por quien sea, lavar los pies a quien sea.
Entregar la vida. No hay otro pan sin fermentar.
Derramar la sangre. No hay otro cordero.
Lavar los pies. No hay otras verduras amargas.
No hay ningún otro modo de consumarlo todo.
Y después te fuiste, como tenías costumbre, a orar. Una oración tremenda, repleta de ansiedad. Como entendiendo por dentro y hasta el final todo lo anterior. Como pretendiendo no huir, no echar marcha atrás; como tentado de hacerlo:
¡Si se pudiera no entregar la vida!...
¡Si se pudiera no derramar la sangre!...
¡Si se pudiera no lavar los pies!...
¡¡Si fuera posible no tener que des-vivirse!!
Así una y otra vez insistentemente. Si fuera posible evitar ese trago.
Una oración tremenda e interrumpida por otros. Ni siquiera te es posible entregar la vida: te la arrebatan. Te arrebatan la vida con un beso, pero ya antes te la hemos arrebatado comiendo el pan sin saber, bebiendo el vino sin saber, dejándonos lavar los pies sin saber.
Te la hemos arrebatado porque la sientes inútil cuando no entendemos y dormimos aburridas mientras tú luchas contra la tentación de resistirte a entregarla.
La entregas y no hay consuelo. Sobra el ángel. Faltan hombres solidarios de tu angustia.
Pero estuvo el ángel y faltaron los hombres.
Como tenías costumbre, marchaste de noche a hacer oración y le suplicaste al Padre que fuera posible no tener que entregar la vida. Pero el pan ya estaba troceado, el cáliz agotado y los pies limpios. No hay otro modo.
“Que se haga siempre lo que tú quieras, Padre”, dijiste, y empezó a acontecer la Hora. La Hora de la voluntad de Dios sobre una, del querer de Dios sobre una, de su intención.
Le diste entrada a la Hora y aconteció el cariño de Dios Padre al hombre hasta las últimas consecuencias.
Y después te fuiste, como tenías costumbre, a orar. Una oración tremenda, repleta de ansiedad. Como entendiendo por dentro y hasta el final todo lo anterior. Como pretendiendo no huir, no echar marcha atrás; como tentado de hacerlo:
¡Si se pudiera no entregar la vida!...
¡Si se pudiera no derramar la sangre!...
¡Si se pudiera no lavar los pies!...
¡¡Si fuera posible no tener que des-vivirse!!
Así una y otra vez insistentemente. Si fuera posible evitar ese trago.
Una oración tremenda e interrumpida por otros. Ni siquiera te es posible entregar la vida: te la arrebatan. Te arrebatan la vida con un beso, pero ya antes te la hemos arrebatado comiendo el pan sin saber, bebiendo el vino sin saber, dejándonos lavar los pies sin saber.
Te la hemos arrebatado porque la sientes inútil cuando no entendemos y dormimos aburridas mientras tú luchas contra la tentación de resistirte a entregarla.
La entregas y no hay consuelo. Sobra el ángel. Faltan hombres solidarios de tu angustia.
Pero estuvo el ángel y faltaron los hombres.
Como tenías costumbre, marchaste de noche a hacer oración y le suplicaste al Padre que fuera posible no tener que entregar la vida. Pero el pan ya estaba troceado, el cáliz agotado y los pies limpios. No hay otro modo.
“Que se haga siempre lo que tú quieras, Padre”, dijiste, y empezó a acontecer la Hora. La Hora de la voluntad de Dios sobre una, del querer de Dios sobre una, de su intención.
Le diste entrada a la Hora y aconteció el cariño de Dios Padre al hombre hasta las últimas consecuencias.
Tú, Jesús, eres el cariño de Dios porque no hay mayor cariño que entregar la vida, y sólo quien la entrega la recobrará algún día.
Gracias. Amén.