En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte; tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero, y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo. (Mt. 5,13-16)

No basta tener fe y confesarla cuando apremiados a ello nos vemos por la necesidad, hoy se hace indispensable que el fiel creyente vaya algo más lejos, y que trabaje por extender y propagar sus creencias, cooperando cuanto en su mano esté, al apostolado. (...)
Olvidado se halla, sin embargo, de la generalidad de los cristianos ese deber, contentándose aún los que mejores parecen, y en realidad lo son, con hacer lo posible por librarse ellos mismos de los riesgos que los amenazan, pero contemplando a la vez con glacial indiferencia cómo los otros corren.
Era, pues, razón que una voz augusta se levantase en son de protesta contra tan incalificable proceder, voz que nadie pudiese recusar, voz infalible, y que volviéndose a la casa de Jacob, compuesta en su mayoría de huesos áridos e insensibles: Moveos, no es hora de descansar, levantaos de vuestras tumbas, y venid a pelear el gran combate.
En efecto cumple a todos los creyentes en estos tiempos convertirse en apóstoles de la fe. (...)
Dios, aunque no ha menester de instrumentos para llevar a término las más estupendas obras, gusta ordinariamente servirse de ellos y ver por qué es menester que todos los cristianos nos presentemos a nuestro Capitán, Jesucristo, y le digamos: Aquí estamos; dispuestos a todo.
(F.27, Vol. XI, pag. 57 y 60)