Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle. Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: Levantaos, no tengáis miedo. Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.
(Mt. 17, 1-9)
Hoy Jesucristo en el misterio de la Transfiguración, se nos presenta como modelo del justo. Vamos nosotros a explicar la semejanza que existe entre Jesucristo y el justo, o sea el hombre que está lleno del Espíritu Santo.
El hombre, ordinariamente, se halla envuelto en tinieblas, está lleno de sombras, no ve, camina a oscuras, pero cuando es iluminado por el espíritu Santo, cuando este divino Espíritu viene a habitar en él, entonces una luz brilla en torno suyo, y rodea su frente; entonces conoce a Dios y se enamora de Él; entonces conoce al hombre con todas sus miserias; entonces aborrece lo que es digno de aborrecerse, y ama lo que debe ser amado, y a semejanza de la luz que envuelve a Cristo en el Tabor, aparece también una luz que envuelve al justo. Pero no es esto sólo; las vestiduras del justo, aparecen limpias; el justo, como dice S. Pablo, se reviste de Jesucristo mismo; Jesucristo es como el manto en que se envuelve el justo, y así como los Apóstoles quedan atónitos y no quieren separarse de Cristo, así también todos quedan asombrados en presencia del justo, y todos el mundo quiere estar en su compañía, porque el justo se halla revestido con la vestidura de Cristo, con la humildad de Cristo, con la obediencia que Cristo nos dio, con todas las virtudes, en una palabra.
Pero oigamos, oigamos... Cristo habla, y habla de cruz, habla de esperanzas, habla de humildad; ‘No digáis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos. No temáis, añade para alentar a los Apóstoles, cuando los ve con el rostro pegado a la tierra; no temáis’. Es que de la abundancia del corazón hablan los labios; por eso Jesucristo habla de lo que siente; habla de cruz, habla de esperanza, habla de humildad. He aquí también, tres notas que caracterizan al justo; la cruz, la confianza, la humildad. Verdad es que la santidad consiste en una sola cosa, que es el amor; pero el amor que no está depurado por los sacrificios, no es puro amor; el amor que desconfía y se arrincona, y que teme, no es tampoco amor verdadero; y el amor que se engríe, no puede llamarse amor. La cruz, la esperanza, la humildad, son, pues, las notas o los caracteres que distinguen al justo.
Hermanos míos, ¿no os habéis enamorado de la santidad?¿No os ha dado deseo de ser santos? Pues comencemos también nosotros, la gracia no nos faltará; comencemos desde ahora, y conseguiremos los triunfos y las glorias que los santos consiguieron; y oiremos la voz del Padre Celestial que nos dirá, o que dirá de nosotros: ‘Estos son mis hijos muy amados, en ellos tengo puestas mis complacencias’
(Pláticas 2, pág.861)
(Pláticas 2, pág.861)