Cuando bajó del monte, lo siguieron las multitudes. En esto se le acercó un leproso, se puso de rodillas ante él y le dijo:”Señor, si quieres puedes limpiarme”. Jesús extendió la mano, lo tocó y dijo:”Quiero. Queda limpio.” Y al instante quedó limpio de su lepra. Jesús le dijo:”Mira, no se lo digas a nadie; pero anda, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que ordenó Moisés, para que les conste tu curación (Mt. 8, 1-4)
¡Qué atrevimiento, mis queridos hermanos! ¡Qué audacia la de aquel hombre! Viola la ley, no grita de lejos, avisando que es un leproso, a fin de que las gentes se retiren, sino que atravesando por las gentes no teme los insultos, llega a los pies del Salvador. “Si tú quieres, le dice, puedes sanarme” y Cristo le sana y envía para que se presente al sacerdote.
¡Ay hermanos míos! Si nosotros cuando oramos tuviésemos esta confianza santamente atrevida, nuestra oración sería escuchada como lo fue la del leproso. La confianza santamente atrevida del leproso, no nace del orgullo, sino que nace de la alta idea que tiene de Cristo. Reconoce de un lado su enfermedad y su miseria, y por otro lado reconoce el poder de Cristo, la caridad de Cristo, la bondad de Cristo; no teme que Cristo le rechace, porque está bien penetrado de los sentimientos de su Corazón.
¡Ay, qué diferentes son nuestros sentimientos cuando oramos! Creemos que merecemos algo, y la confianza que acompaña nuestra oración, no es una confianza santamente atrevida, sino una confianza nacida del orgullo.
Pues hermanos míos, imitemos al leproso, oremos con confianza, pero con una confianza santamente atrevida, reconozcamos de un lado nuestra miseria y nuestra pequeñez, pero reconozcamos de otro, la bondad y el poder de Cristo. No temamos ser rechazados por Él, pero al mismo tiempo procuremos que esta confianza no nazca de la vanidad, sino de la alta idea que de Cristo tenemos.
(Pláticas III)