Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. (Jn. 3, 16-18)
Todo hombre es compuesto de espíritu y cuerpo, de una inteligencia para conocer el bien, y una voluntad para amarlo. Esto pertenece al espíritu, y luego tiene el hombre la carne, que es su cuerpo.
Pero hermanos míos, no siempre estas facultades del hombre, guardan perfecto equilibrio; a menudo la voluntad no quiere someterse al entendimiento, y este no quiere rendirse a la fe, y otras veces, aún cuando la inteligencia del hombre comprenda y se someta a los dictados de la fe, y aún cuando la voluntad ame lo bueno, la carne no quiere someterse a la voluntad, resultando de aquí, rebeliones, disgustos, guerras y discordias en la vida personal del hombre. El entendimiento aprueba una cosa, la voluntad quiere otra; la carne toma distinto rumbo; y de este modo el hombre encuentra en sí mismo divergencias y cambios, que no le permiten disfrutar la paz.
Pues ved aquí lo que aprendemos en el misterio de la Santísima Trinidad; a ser uno en nuestra persona, o lo que es lo mismo, la unidad personal. Que nuestro entendimiento, nuestra voluntad y nuestra carne no formen sino uno, así como las tres divinas Personas, no forman sino un solo y único Dios.
(Pláticas II, pág. 654)