Tomando Jesús la palabra, dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y se las has revelado a pequeños. Sí, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí, todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.” (Mt. 11, 25-30)
Entre las virtudes, hay algunas que Nuestro Señor nos recomienda más particularmente. Oíd, oíd, a Cristo que nos dice, y nos repite: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón”. He aquí las virtudes que más nos recomienda Cristo, la humildad y la mansedumbre, que es la flor de la caridad; sin humildad y sin caridad, no llegaremos a ser nunca nada, porque la humildad y la caridad son los dos polos donde gira el eje de la santidad, la caridad es el alma, el espíritu que vivifica. Sin humildad no hay caridad, porque el soberbio no se ama más que a sí mismo; y sin caridad no hay tampoco humildad; podrá haber conocimiento de nosotros mismos, pero este conocimiento no estará fundado en la humildad. ¡Ay, del soberbio, que quiera levantarse sobre los demás!; este no podrá ser feliz, porque jamás estará satisfecho. No basta, pues, que empleemos los caudales que Dios nos ha dado, sino que hemos de emplearlos como Él quiere, haciendo lo que es de su agrado.
(Pláticas III, pág. 104)