Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a él, que hubo de subir a sentarse en una barca, y toda la gente quedaba en la ribera. Y les habló muchas cosas en parábolas. Decía: Una vez salió un sembrador a sembrar. Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del camino; vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en pedregal, donde no tenían mucha tierra, y brotaron enseguida por no tener hondura de tierra; pero en cuanto salió el sol se agostaron y, por no tener raíz, se secaron. Otras cayeron entre abrojos; crecieron los abrojos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta. El que tenga oídos, que oiga. Y acercándose los discípulos le dijeron: ¿Por qué les hablas en parábolas? El les respondió: Es que a vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple la profecía de Isaías: Oír, oiréis, pero no entenderéis, mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane. ¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron. Vosotros, pues, escuchad la parábola del sembrador. Sucede a todo el que oye la Palabra del Reino y no la comprende, que viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: éste es el que fue sembrado a lo largo del camino. El que fue sembrado en pedregal, es el que oye la Palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene raíz en sí mismo, sino que es inconstante y, cuando se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumbe enseguida. El que fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Pero el que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta. (Mt. 13, 1-23)
Aquí tenéis la parábola y la explicación que Cristo mismo nos hace de ella; ya está explicada, ya sabemos lo que significa; pero vamos nosotros a recoger, a saborear, las lecciones de Cristo; a sacarle todo el jugo que podamos.
Y ante todo, vemos en la parábola, que Dios nos habla. Y, ¿cómo no había de hablarnos? No sería entonces Dios, el Dios bondadoso, el Dios misericordioso si hubiese creado al hombre, para dejarle abandonado a sí mismo. Hay quien dice que Dios no le contesta, no le habla. No, esto no es cierto, Dios nos habla, pero nosotros no le oímos muchas veces, porque estamos disipados, porque estamos distraídos. Pues, acallemos nuestras pasiones, pongámosle freno, sujetemos los movimientos desordenados de nuestro corazón, y entonces oiremos claramente la voz de Cristo.
Pero hay una idea en el Evangelio que debemos recoger y guardar cuidadosamente. La palabra de Dios es semilla. Y ¿qué es lo que hace la semilla? Hay muchas clases de simientes, que arrojadas en la tierra, producen distintas flores y distintos frutos. A veces se echa la semilla en tierra y esta germina una planta y una flor, muy pequeñas, o de muy poco valor, y casi no hacemos caso de ellas. Otras veces, la semilla echada en la tierra, produce un tallo hermoso, y en la punta se ve una espiga que sirve para alimentar al hombre. Otras veces, la semilla echada en la tierra, produce un árbol corpulento, contra el que nada pueden hacer las furias de los vendavales. Esto hace la semilla echada en tierra. Y, ¿qué es lo que produce la semilla de la divina palabra, cuando cae en el corazón bien preparado, en el corazón dócil? No produce flores, no produce espigas; produce frutos de justicia, frutos de virtud, frutos de santidad.
Pero hay todavía otra idea en el Evangelio, idea que nosotros debemos también recoger.
La semilla de la divina palabra, es un pequeñito globo, como lo son todas las semillas, y hay que cultivarla, hay que ablandar la tierra de nuestro corazón, y regarla, para que la semilla produzca frutos de justicia, frutos de virtud, frutos de santidad.
La semilla cae constantemente, de día y de noche, en nuestra alma, porque Dios no enmudece nunca; siempre habla y habla de muchos modos; ya por la Iglesia, ya por medio de los libros, o bien por secretas inspiraciones, o por los acontecimientos de todos los días y de todas las horas.
Pues bien, recibamos la semilla y no la dejemos perder; quitemos de la tierra, las piedras que pueden impedir su crecimiento; arranquemos las espinas; reguemos cuidadosamente con el riego de la oración, la tierra; y la semilla irá tomando jugo, irá creciendo, y se hará un árbol corpulento, un árbol cuyas ramas cubrirán toda la tierra.
(Pláticas II, pág. 847)