Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” Ellos contestaron: “Unos dicen que Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que Jeremías o algún profeta”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?”. Simón Pedro le respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Entonces Jesús le dijo: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque ningún hombre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a edificar mi iglesia; y el poder de la muerte no la vencerá. Te daré las llaves del reino de los cielos: lo que ates en este mundo, también quedará atado en el cielo; y lo que desates en este mundo, también quedará desatado en el cielo”. Luego Jesús ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías. (Mt.16, 13-20)
Pedro era un hombre recto, un hombre sencillo, un hombre bueno; buen esposo, buen hijo; pero aunque recto y bueno, no era santo, ni mucho menos. Sin embargo, después que ha vivido en compañía de Cristo, Pedro se transforma en otro hombre.
Y ¿cuándo había aprendido Pedro esta santidad? En los tres años que había pasado con Cristo; había visto los ejemplos de Cristo, había sido testigo de las virtudes de Cristo, había aspirado, por así decir, el aliento de Cristo, y algo, o mejor dicho, mucho se le había pegado de Cristo. Y esto es claro; cuando vivimos al lado de una persona, algo se nos pega de esa persona, y a veces mucho, y a veces todo; sus movimientos, sus actos, su tono de voz, y hasta el giro que damos a nuestras frases, es el mismo que el de la persona con la cual tratamos.
Pues ahora bien; Pedro había vivido tres años al lado de Cristo, había, como he dicho antes, aspirado el aliento de Cristo; y ¿acaso se puede estar al lado de Cristo sin amarle? No; imposible, porque Cristo tiene imán que se lleva tras de sí los corazones, por eso las turbas se agrupan alrededor de Cristo, para verle y para oír las palabras de vida eterna que brotan de sus labios. Es que es imposible ver a Cristo sin amarle, porque la belleza de Cristo cautiva y enamora los corazones.
¿Queremos nosotros ser sabios con la sabiduría celestial; queremos elevarnos a las alturas de la santidad; queremos crecer en amor, vivir del amor y morir de amor? Pues imitemos al Apóstol San Pedro, vivamos con Cristo, aprendamos a conocer a Cristo por medio de la oración; y conociéndole y tratando con Él, le amaremos, y nos encenderemos en caridad, en amor divino, y viviremos vida de amor, y moriremos amando.
(Pláticas III, pág. 88)
(Pláticas III, pág. 88)