En aquel tiempo, Jesús dijo: “El reino de los cielos se puede comparar al dueño de una finca que salió a contratar trabajadores para su viña. Acordó con ellos pagarles el salario de día. Volvió a salir sobre las nueve de la mañana y vio a otros que estaban en la plaza, desocupados. Les dijo: ‘Id también vosotros a trabajar a mi viña. Os daré lo que sea justo.’ Y ellos fueron. El dueño salió de nuevo hacia el mediodía, y otra vez a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Alrededor de las cinco volvió a la plaza y lo mismo. Cuando llegó la noche, el dueño dijo al encargado del trabajo: ‘Llama a los trabajadores, y págales empezando por los últimos y terminando por los primeros’. Vinieron los de las cinco de la tarde y recibieron el salario de un día. Al llegar a los primeros, pensaron que cobrarían más, pero también ellos recibieron el salario de un día cada uno. Y al tomarlo, murmuraban contra el amo y decían: ‘A estos, que llegaron al final y trabajaron solamente una hora, les has pagado igual que a nosotros, que hemos soportado el trabajo y el calor de todo el día’. Pero el dueño contestó a uno de ellos: ‘Amigo, no te estoy tratando injustamente. ¿Acaso no acordaste conmigo recibir el salario de un día? ¿O quizá te da envidia el que yo sea bondadoso?’ De modo que los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos”. (Mt. 20,1-16)
Lo primero que hallamos en el Evangelio, es un retrato; Jesucristo, dueño de la heredad de nuestra alma, que solícito le envía a todas horas operarios; y estos operarios son, las gracias de Dios, que continuamente caen sobre nuestro corazón, a fin de que trabajemos y hagamos producir frutos de santificación.
Pero decía yo, que en el Evangelio hallábamos también un gran consuelo para nosotros. Y en efecto, vemos cómo nuestro Padre Celestial a todas horas, en todo momento, envía operarios a la viña de nuestra alma; es decir, que en toda edad nos da su gracia para santificarnos. Aun cuando hayamos vivido siempre en el pecado, aun cuando hayamos ofendido mucho a Dios, nuestro Padre Celestial a todas horas envía operarios a su viña, a fin de que no se pierda y produzca, trabajada la tierra por los operarios, frutos de santificación.
Pero además del retrato que hemos encontrado en el Evangelio, y además de la consoladora esperanza que tenemos, a causa del amor y solicitud que Dios tiene sobre la viña de nuestra alma, encontramos también una lección. Jesucristo termina diciendo: “Así sucederá en el reino de los cielos, lo que a los operarios de la viña; los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos”. Y de esto tenemos ejemplos en la historia. Recordad al ladrón, que el Viernes de la Cruz se hallaba junto a Cristo, crucificado también. La vida de aquel hombre fue una larga cadena de crímenes; quizá allí mismo en el Gólgota, blasfemaba con su compañero, de la persona de Cristo; pero de repente se siente movido de la gracia, y volviéndose a Cristo, exclama arrepentido: “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Y Cristo desde su Cruz y próximo a dar el último suspiro, se volvió a él: “Hoy, le dijo, estarás conmigo en el paraíso”. Y Dimas en sus últimos momentos se santificó.
Es que la santidad no consiste en haber vivido largos años, y haber vivido bien, sino que mide por la grandeza del sacrificio que se hace; por eso muchos que fueron malos toda su vida, y se convirtieron allá en los últimos instantes, estarán más elevados en el cielo que otros, que tal vez, no ofendieron a Dios, pero no practicaron tampoco grandes cosas, en lugar que aquellos, cuando sintieron la gracia de Dios, se rindieron y entregaron sin reservarse nada para sí.
Pues, aprovechemos la lección del Evangelio, entreguémonos a Dios sin reserva; y si vivimos poco, procuremos en poco tiempo santificarnos, porque ya hemos visto que la santidad no depende de la larga vida, sino del heroísmo de nuestras acciones; y si vivimos mucho, procuremos que todos nuestros días sean llenos.
(Pláticas III, pág. 208)