Aconteció después, que él iba a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud. Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad. Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores. Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate. Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre. Y todos tuvieron miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo. Y se extendió la fama de él por toda Judea, y por toda la región de alrededor.
(Lc. 7, 11-17)
¡Cuántas y cuántas cosas pudiéramos nosotros estudiar en el Evangelio de hoy! Fijaremos, sin embargo, nuestra atención, en un solo punto, recordando aquellas palabras de Cristo, al joven que muerto se hallaba: “¡Joven, levántate!”
Hay en nuestro corazón muchos afectos; afectos de amor y afectos de odio; afectos de temor y afectos de esperanza; afectos de alegría y afectos de tristeza. Y ¿a quién se dirigen nuestros afectos? A la tierra, y nada más que a la tierra. ¿Qué es lo que nos alegra?¿acaso las cosas del cielo? No, hermanos míos, nos alegra el placer; nos alegra la prosperidad; nos alegra el oro; nos alegran las distinciones. Y ¿qué es lo que nos entristece? ¿es por ventura ver a Dios ofendido, ver a la Iglesia perseguida? No, nada de esto nos entristece; lo que nos entristece, son las pérdidas de nuestros intereses, la pérdida de la honra, la pérdida de los bienes temporales. Y ¿qué es lo que amamos, y qué es lo que aborrecemos? Amamos el bienestar; amamos la salud; amamos a las criaturas; y aborrecemos todo aquello que pueda hacernos sufrir. Pues, ahora bien, Jesucristo dice a nuestros afectos, Jesucristo dice a nuestro corazón: “¡Surge! ¡Sursum corda! Levántate, no se apegue ese corazón a lo terreno”.
Pero hermanos míos, notad bien lo que nos dice el Evangelista San Lucas: Y Jesucristo acercándose al féretro dijo: “Levántate porque yo te lo mando”. Jesucristo manda con autoridad soberana; Jesucristo manda también con la autoridad que le da el amor, y el amor llevado al sacrificio.
Pues ese Jesucristo, nuestro Salvador, nuestro Bienhechor, nuestro Redentor, es el que nos dice: “Levántate; yo te lo mando: levántate”. ¡Ay! Quizá nosotros, oprimidos bajo el peso de nuestras miserias, hemos contestado, y contestamos a esta voz de Cristo: “No puedo... quiero levantarme, quiero levantar mi pensamiento a las alturas, y mi cabeza se inclina a la tierra; quiero levantar mis afectos y mis deseos, y mis afectos y mis deseos se inclinan a las criaturas... Imposible, no puedo levantarme”. Esto respondemos, cuando Cristo nos habla, cuando acercándose a nosotros nos dice: “¡Levántate!”.
Pero ¡ay! Si Jesucristo nos manda que nos levantemos, es porque Él mismo nos sostiene: “Levántate, nos dice, porque yo estoy aquí, y si tú eres débil, yo soy fuerte; y si tú eres miserable y ruin, yo soy el Dios de la eternidad; levántate, porque yo te lo mando y te ayudo a levantar”.
(Pláticas II, pág.762)