Hace unos días recibí un correo de Fátima Blanca invitándome a dar mi testimonio sobre mi vocación; según ella, como a mí me conocen en la Congregación muchas hermanas, podía ayudar a alguien. Mi primera impresión fue decir que no; pero después pensé que quizá debería intentar hacerlo por si podía ayudar a alguien; así que me dispongo a hacer un ejercicio de memoria y escribir algo sobre cómo me decidí y entré.
Soy la más pequeña de ocho hermanos, en una familia andaluza muy cristiana y religiosa. No conocí a mi padre a quien mataron “los rojos” (las españolas saben muy bien lo que digo) y nací a los quince días de morir él. A pesar de no haberlo conocido su figura estaba muy presente en mi familia y durante toda mi infancia oía decir que él quería en su familia TRES TOCAS (tres religiosas). Nunca fui muy consciente de ello; pero creo que me influyó bastante pues veía que mis hermanas mayores se iban casando y por tanto, su deseo no se cumplía, de ahí que en algún momento debí pensar que yo debía ser la que le diera gusto. Por otra parte mi madre era una mujer muy sencilla, cercana, cariñosa, de una profundísima fe y una gran religiosidad, junto a un corazón muy caritativo y sensible a las necesidades de los demás. De las imágenes que mas grabada tengo de mi infancia es la de mi madre repartiendo comida en mi casa a todo pobre que llegaba durante los años de la postguerra; siempre decía que “no le falte un plato de comida caliente”. Ante cualquier circunstancia o acontecimiento, su frase habitual era “lo que Dios quiera”, “como Dios quiera”; “si Dios quiere”. Seguramente ella nunca supo nada de buscar y aceptar la voluntad de Dios; pero lo vivió día a día. A los cinco años me llevaron interna al colegio de las Esclavas de Ronda en donde estuve hasta los dieciséis, o sea once años interna rozándome con las Esclavas nueve meses cada año; ¡ya son años! De ahí que mi comienzo de noviciado fuera como una prolongación del internado, luego ya no, claro está. Lo que sí recuerdo claramente es que me decidí a entrar en unos Ejercicios Espirituales que hicimos en el Colegio cuando estudiaba sexto de bachillerato, o sea tendría quince años más o menos, entré a los diecisiete.
Desde entonces no he tenido dudas de mi vocación, ciertamente mi vida no ha sido siempre un camino de rosas en la Congregación, yo suelo decir que a mí Dios me ha peinado del revés muchas veces; pero siempre he descubierto que ha sido para mi bien aunque me haya costado, y a veces mucho, aceptar lo que Dios quería. Quizá se me ha quedado muy grabada aquella frase que M. Pacis (q.e.p.d.) nos repetía insistentemente en sus “explicaciones” en el juniorado “desde toda la eternidad con amor infinito Dios …”. Es verdad que poco a poco he ido descubriendo quién es y qué representa Jesucristo para mí; pero ya en la Congregación, yo cuando entré apenas sabía qué es esto de la vida religiosa; pero tenía claro una cosa: quería ser “monja esclava” y quería ayudar a los demás especialmente a través de la enseñanza.
Sí puedo decir, a esta altura de mi vida, que Jesucristo es el centro de mi vida y la única razón de ser de mi existencia, a pesar de mis debilidades y muchos fallos; creo que, si por un imposible, se descubriera que todo esto de Dios y de Jesucristo no es cierto, mi vida dejaría de tener sentido y habría sido un rotundo fracaso.
Otro aspecto q ue me gustaría destacar es mi vocación educadora. Desde pequeña sentí deseos de enseñar; de hecho recuerdo que, estando en casa, preparé a algunos hijos de obreros de la fábrica para la Primera Comunión y les enseñaba a leer. Creo y estoy muy de acuerdo con Nuestro Padre, que educando evangelizamos; es más creo que lo que se enseña no se pierde aunque no veamos el fruto, ¡ya saldrá! A este respecto recuerdo que cuando se cumplieron los 50 años del colegio de Barcelona, que ya lo habíamos vendido, los actuales dueños lo quisieron celebrar e invitaron a las esclavas que habían estado destinadas allí para que atendieran a las antiguas alumnas, a las que también habían invitado. Yo no asistí porque no sabían que yo también había estado; pero a los pocos días me llamó por teléfono una antigua alumna mía y entre las cosas que me dijo me agradeció las cosas que les decía en clase porque les habían ayudado mucho en su vida. La vida en los colegios es muy dura porque es duro someterte a un horario fijo, a unos métodos que no siempre te gustan, a una disciplina que a veces agobia, etc., etc. Hay que tener una gran dosis de disponibilidad y entrega para colaborar a que las cosas salgan lo mejor posible aunque no siempre te gusten. Pero sólo a través de la educación el ser humano puede llegar a ser persona y sacar de sí lo mejor que tiene. Estoy convencida de que el futuro de la humanidad será mejor si conseguimos educar (no sólo enseñar) a las generaciones jóvenes. Yo creo que he trabajado mucho en los casi 50 años que he estado en los colegios; no me arrepiento en absoluto de todo lo que he tenido que hacer; seguro que he metido la pata muchas veces; pero seguro también que el esfuerzo realizado y el empeño puesto ha servido para mucho a alguien. Eso es más que suficiente cuando ya estoy enfilando la última etapa de mi vida.
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