Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
“Si quieres, puedes limpiarme.”
Sintiendo lástima (compasión), extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio.” Él lo despidió encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.” Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaban fuera, en descampado; y aún así acudían a él de todas partes.
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A otros no se atrevería a acercarse, porque la enfermedad lo hacía impuro, in-tocable; pero a Jesús, ¡tan cercano!, sí se atreve. Y se acerca con una súplica desbordante de certeza: “Si tú quieres, puedes limpiarme”. Curioso: no curarme sino limpiarme. Y el Corazón de Jesús se conmocionó y, extendiendo su mano, tocó al in-tocable, al impuro… ¡¡Claro que quiero!!: queda puro, queda tocable...
¿Cómo que no?
...¡En cuanto se fue!,
de modo que Jesús, como el leproso antes, no podía entrar en los pueblos y se quedaba, como el leproso antes, en los descampados. Y ahí, donde el leproso antes, acudía la gente...
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