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Nacimiento de Jesús

Gravatar Written by Marcelo dixit

Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento. Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace.»
(Lc. 2, 1-14)

Jesucristo todo lo transforma, y lo pequeño lo hace grande, y lo que nada vale, lo hace precioso, y convierte la oscuridad de la noche en claro día.

Muchas veces los hombres, aun los que cristianos nos apellidamos, miramos la pobreza como cosa ruin y miserable, y a la vista del grande, del poderoso, nos sentimos abatidos y humillados. Aquél, decimos, nada en la abundancia, mientras que yo de todo carezco; y esta idea de la pobreza nos aflige y nos abate...

Aquél, decimos, está en la cumbre, todos se inclinan delante de él, todos le ensalzan y le queman incienso, mientras yo estoy humillado y abatido. Y cuando esto vemos, nos quejamos y decimos a Dios: ¿Por qué yo he de pisar entre espinas, y aquél ha de pisar entre rosas? Hermanos míos, yo he visto a los santos, y los he visto pobres, y los santos gozaban en la pobreza; y aquellos que poseían riquezas, los he visto dejar todo cuanto poseían y abrazar la pobreza voluntaria; y vivían contentos, y vivían alegres en medio de las privaciones. ¿Y por qué esto? Es que en la pobreza, en las humillaciones, y en los dolores de los santos, se hallaba desleído el amor divino; es que los santos sufrían con Cristo, y Cristo hace grande la pobreza, como hizo grande el establo de Belén; es que Jesucristo convierte lo amargo en dulce; es que Jesucristo, todo lo que toca lo engrandece.

Nosotros miramos a los santos, a esos héroes, a esos hombres grandes, y nos quedamos asombrados; nos miramos a nosotros mismos, y nos encontramos pequeños y miserables. ¿Cómo, pues, nos haremos grandes? ¿Sabéis cómo? Con la fuerza de Cristo, con Cristo. ¿Y cómo conseguiremos unirnos con Cristo? Dios está cerca de aquel que le invoca, de aquel que le llama por medio de la oración; pues aquí tenéis un medio, la oración, para que Dios a nosotros se acerque. Pero no basta que se acerque Dios, que se acerque Cristo a nosotros, es necesario además que nos toque, y esto se consigue por medio de la humildad. Dios se resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes, y se comunica con ellos. Aquí tenéis otro medio; la humildad unida a la oración, que hace que Cristo nos dé su gracia, y la gracia ya es un toque de Cristo. Pero no basta que Cristo nos toque, es necesario que entre en nosotros, que se una estrechamente con nosotros, y que se aposente en nuestro corazón. ¿Y cómo conseguiremos que Cristo more y descanse en nosotros? Oíd a Jesucristo mismo: “El que me ama, guardará mis mandamientos, y el Padre le amará, y vendremos a él, y nos haremos nuestra mansión en él”. Pues he aquí otro medio para que Jesucristo entre en nosotros, la perfecta guarda de su ley.

Hermanos míos, no olvidemos estas lecciones; invoquemos a Cristo, y a la oración unamos la humildad, y a la humildad y a la oración, la guarda de la ley, y entonces Cristo vendrá a nosotros, y lo que era vil, lo hará digno de respeto; y a los que somos pequeños, nos hará grandes; y a los que somos débiles, nos hará fuertes; y a los que somos cobardes nos hará valientes, nos convertirá en héroes; y a los que tenemos el corazón frío, nos lo calentará. Fuego vine a traer a la tierra; y ¿qué ha de ser sino que arda? Pues que arda ese fuego de la caridad de Cristo; que arda y prenda su llama en nuestros corazones, que si teneos la caridad de Cristo, todo lo tendremos, porque la caridad es luz; la caridad es fuerza; la caridad es humildad; la caridad es paciencia; la caridad es dulzura; la caridad es amor; la caridad es todo, porque la caridad es Cristo, y Cristo es Dios.
(Pláticas II, pág.824)

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El sueño de José

Gravatar Written by Marcelo dixit

El nacimiento de Jesús fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y, antes de que vivieran juntos, se encontró encinta por virtud del Espíritu Santo. José, su marido, que era un hombre justo y no quería denunciarla, decidió dejarla en secreto. Estaba pensando en esto, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no tengas ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu mujer, pues el hijo que ha concebido viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había dicho por medio del profeta: “La Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Enmanuel, que significa Dios con nosotros”. Cuando José despertó del sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y recibió en su casa a su mujer. (Mt. 1, 18-24)

San José fue fiel a Dios, jamás puso resistencia para ejecutar la voluntad del Altísimo, por más penosos que fueran sus mandatos. Dios ordena a José que vaya a Belén con María, su esposa, y José, a pesar de la crudeza del tiempo y del estado en que se hallaba María, nada dice; no hace tampoco reflexión alguna sobre lo que se le ha dicho, sino que al punto obedece. Más tarde, cuando el Niño es perseguido por Herodes, un ángel dice a José, de parte de Dios, que huya a Egipto, y José, a la media noche, toma al Niño en sus brazo, emprende juntamente con María aquel largo y penoso viaje en las condiciones de fugitivo, y sin recurso que la providencia. Y cuando al cabo de algún tiempo, Dios le ordena que regrese a Nazaret, José hubiera tal vez preferido establecerse en Jerusalén para estar más cerca del Templo, pero Dios le manda que vuelva a su tierra, y José no consulta su propia voluntad, sino que ejecuta lo que le ha sido mandado, y vuelve a Nazaret.

He aquí el secreto de la grandeza de San José; la fidelidad a Dios: jamás siguió su propia voluntad ni consultó para nada, sino que en todo hizo la voluntad de Dios, y como a Dios fue fiel, y Dios es fiel para los que le temen, y ama a los que le aman, por eso ha recompensado tan generosa y magníficamente a San José. José hizo siempre la voluntad de Dios, y Dios hace ahora la voluntad de José.

Y nosotros, ¿somos fieles en cumplir la voluntad de Dios? ¡Ay! no, ciertamente; y a menudo consultamos nuestra propia voluntad, y si lo que deseamos no llega a ser pecado grave, entonces no hacemos caso de lo que Dios quiere, sino que seguimos nuestro propio capricho.
 
Ya tenéis, pues, explicada la lección tan importante que nos da San José; aprovechemos bien de ella, cumplamos perfectamente con la voluntad de Dios.
(Pláticas II, pág. 627)
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La Inmaculada

Gravatar Written by Marcelo dixit

Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Ella se turbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”. María respondió al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?”. El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios”. Dijo María: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel dejándola se fue.
(Lc.1, 26-38)

Me ha parecido conveniente hablaros de las relaciones que entre el Corazón de Jesús y la Concepción Inmaculada existen.
 
María es la obra más perfecta y más pura que ha salido del Corazón de Jesús. Pero no es sólo esto lo que hallamos en la Concepción de María; sino que además esta Concepción nos dice lo que el Corazón de Jesús es.
 
Todo hombre deja ver lo que es por sus acciones, y por sus palabras hace el retrato de su propia alma y se deja ver claramente. El que es escritor, deja ver lo que es en aquello que escribe, y el que es pintor, dibuja en el lienzo lo que es, y en sus cuadros se retrata él mismo; y lo que sucede al pintor y al escritor, sucede también al orador, porque este en sus discursos, se da a conocer. La Concepción de María nos revela el poder sin límites del Corazón de Jesús, porque María en su Concepción fue preservada del contagio universal.
 
María es santa, y desde el momento de su Concepción fue adornada y enriquecida con los tesoros de gracia y virtud con que la adornó el que más tarde había de ser su Hijo; y como el Corazón de Jesús es santo, María santa fue también desde su primer momento, porque el Corazón de Jesús le comunicó su humildad, su paciencia, su caridad, su obediencia, su piedad, en una palabra, todas las virtudes; y María, en aquel momento, adoró al Corazón divino, del que había de ser su Hijo, y se hizo su Esclava; y más tarde, cuando el Ángel llegó a la humilde morada de Nazaret y saludó a María con aquellas palabras: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo”, María, después de haber aprendido de boca del mismo Ángel, lo que Dios de ella exigía, pronunció aquellas palabras que regocijaron la tierra y el cielo, y que las generaciones todas repiten: “Aquí está la Esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y María proclama ante la tierra y el cielo, que es la Esclava del Señor, la Esclava del Corazón divino; María es, pues, imagen del Corazón de Jesús, y la Concepción de María, nos dice perfectamente lo que es el Corazón de Jesús.
    Y María, en su Inmaculada Concepción, parece que nos dice a todos: “Fijaos en mí, y aprenderéis a conocer al Corazón de Jesús; acercaos a Él, nos dice, y no temáis nada; si sois pobre, Él tiene tesoros inmensos de riquezas; si sois impotentes, Él es todopoderoso; si os halláis cansados y fatigados, Él os dará descanso, y os dará paz, y os dará todo cuanto necesitéis”. Esto es lo que nos dice la Concepción de María; nos enseña a conocer l que es el Corazón de Jesús, y nos convida a consagrarnos a Él.
(Pláticas III, pág. 409)
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Convertíos

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En aquel tiempo se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea:"Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca". A él se refería el profeta Isaías cuando dijo:
Una voz grita en el desierto:

Preparen el camino del Señor,
allanen sus senderos.

Juan tenía una túnica de pelos de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán iba a su encuentro, y se hacía bautizar por él en las aguas del Jordán, confesando sus pecados. Al ver que muchos fariseos y saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les dijo: "Raza de víboras, ¿quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca? Produzcan el fruto de una sincera conversión, y no se contenten con decir: "Tenemos por padre a Abraham". Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer surgir hijos de Abraham. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo los bautizo con agua para que se conviertan; pero aquel que viene detrás de mí es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible". (Mt. 3, 1-12)

Dios dejó oír su voz en el desierto, ordenando a Juan que predicase un bautismo de penitencia. ¿Cuándo nos habla Dios? ¿Acaso no había hablado al Bautista hasta entonces? ¡Oh! no; Dios nos habla siempre y a todo momento. Apenas había Juan llegado al uso de la razón, abandona la casa de sus padres, y huye al desierto; allí ora constantemente; allí habla a Dios; y Dios le habla a él; pero le habla con una voz secreta, le habla de virtudes y prepara su alma para los grandes acontecimientos que debían sobrevenir.

Pues he aquí lo que nosotros hace Dios; nos habla siempre, nos habla en toda ocasión, aún cuando a nosotros nos parezca que no nos habla; sin embargo, cuando de nosotros pide algún sacrificio costoso, entonces deja oír su voz, como la dejó oír en el desierto.

Pero, ¿dónde nos habla Dios? “Dios, dejó oír su voz en el desierto”. He aquí donde Dios nos habla, en el desierto, en el recogimiento; porque si estamos distraídos, si estamos disipados, si tenemos el corazón en lucha y en guerra, entonces es imposible que podamos oír la voz de Dios, porque esta habla en la soledad, en el reposo, en el silencio y en el retiro del corazón; porque cuando nos damos demasiado a las cosas exteriores, cuando andamos derramados en los negocios, entonces difícilmente podemos oír lo que Dios nos dice; es preciso que hagamos como Santa Teresa: “Dios y yo”, y todo lo demás lo dejemos a un lado; de este modo es como oiremos la voz de Dios.
(Pláticas III, pág. 175)
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Preparad el camino del Señor

Gravatar Written by Marcelo dixit

Por aquellos días aparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos.» Este es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: “Voz del que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas.”Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: "Tenemos por padre a Abraham"; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga.»
(Mt. 3, 1-12)

Vamos nosotros a hacernos tres preguntas, a saber: Qué somos; qué debemos ser, y cómo conseguiremos ser lo que debemos; preguntas a las cuales da respuesta el Evangelio.
 
¿Qué somos?¿Quién soy yo? Yo debería ser el hombre del celo, Elías, que defendió siempre la causa de Dios, y sin embargo, oigo resonar en mis oídos terribles blasfemias, y quedo impávido; veo a mis hermanos cometer el pecado, y los miro con frialdad. No soy tampoco Profeta. Distinguíanse los Profetas por dos cosas principalmente, por la luz que habían recibido del cielo, y por la firmeza con que hablaban y profetizaban lo que les había inspirado Dios mismo. ¿Y soy yo acaso Profeta? ¡Ay! No, he apagado la luz que debía arder en mí, y me he quedado a oscuras; no tengo esa luz que distingue a los profetas, ni tengo tampoco su heroísmo, su valor para practicar el bien; dejo de hacer lo bueno, por el temor de qué dirán; no frecuento los templos para que no me tengan por beato; no soy, en una palabra, lo que debiera ser, por respeto humano, porque temo que se rían de mí.

Pero ¿qué es lo que debo ser? El Evangelio responde a esta pregunta. Interrogado Juan contesta: “Yo soy la voz que grita en el desierto” Pues he aquí lo que hemos de ser también nosotros; voz que clama en el desierto. El mundo es un desierto, por el cual caminamos todos los hombres; y en este desierto, hemos de ser la voz de Cristo, es decir, que hemos de reproducir en nosotros a Cristo. Cristo es humildad, y a los hombres enseñó esta virtud, y a todos nos dijo: “Aprended de mí que soy mando y humilde de corazón”; y humildes, profundamente humildes hemos de ser también nosotros; no humildes de palabras o de labios, sino humildes con la humildad de Cristo, reproduciendo en nosotros, actos de esta virtud.

Pero, hermanos míos, Jesucristo no es sólo humildad, es además caridad, es amor. Y en efecto, no se derrama una lágrima sin que Cristo la enjugue; no hay un dolor a que Cristo no conmueva; no hay desgracia humana a que Cristo no remedie. Oídle a Él mismo cuando dice: “Venid a mí los que estáis cansados y fatigados, que yo os aliviaré” Es que Jesucristo es todo amor, todo caridad. Pues he aquí lo que nosotros debemos ser caridad, amor; debemos tener la mirada levantada al cielo, y fijo nuestro corazón en Dios; debemos tener la mirada también inclinada a la tierra, para ser testigos de los males que aquejan a nuestros hermanos; y si el uno derrama lágrimas, debemos nosotros enjugarlas; y si alguno tiene el corazón llagado, debemos derramar sobre él, el bálsamo de la caridad; y si alguno está afligido, debemos consolarle; y si alguno nos tiende la mano para que le socorramos, debemos sacar de nuestro bolsillo y socorrerle; así practicaremos la caridad como Cristo la practicó, así seremos la voz que grita en el desierto, y nuestros hermanos, a la vista de nuestra caridad, quedarán asombrados y dirán: “Quién es este?¿quién es este que no es egoísta?¿quién es este que se ha convertido en providencia para sus hermanos?¿quién es este que se ha dado todo a todos?” Y pensarán en Cristo, porque habrán oído la voz que clama en el desierto; y se enamorarán de la virtud de la caridad, y los egoístas dejarán de serlo porque habrán visto reproducida en nosotros, la imagen de Cristo.

¿Cómo llegaré a ser lo que debo? Oíd, oíd al Bautista: “En medio de vosotros hay uno a quien no reconocéis, ese es el Mesías que está entre nosotros y al cual nosotros no conocemos” Sí, Jesucristo vive entre nosotros, vive en la Eucaristía, y desde el sagrario, envía a los hombres efluvios de misericordia, efluvios de amor, efluvios de gracia. He aquí con qué llegaremos a ser lo que debemos, con la gracia de Dios; y la gracia de Dios no nos falta; Jesucristo desde el Tabernáculo, nos la envía, y ahí está, deseando que vayamos a Él para abrir su pecho y derramar sobre nosotros los tesoros de su gracia, los tesoros de su amor.
(Pláticas II, pág.818)
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Los talentos

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El Reino de los Cielos es también como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y uno solo a un tercero, a cada uno según su capacidad; y después partió. En seguida, el que había recibido cinco talentos, fue a negociar con ellos y ganó otros cinco. De la misma manera, el que recibió dos, ganó otros dos,  pero el que recibió uno solo, hizo un pozo y enterró el dinero de su señor. Después de un largo tiempo, llegó el señor y arregló las cuentas con sus servidores. El que había recibido los cinco talentos se adelantó y le presentó otros cinco. "Señor, le dijo, me has confiado cinco talentos: aquí están los otros cinco que he ganado". "Está bien, servidor bueno y fiel, le dijo su señor, ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor". Llegó luego el que había recibido dos talentos y le dijo: "Señor, me has confiado dos talentos: aquí están los otros dos que he ganado". "Está bien, servidor bueno y fiel, ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor". Llegó luego el que había recibido un solo talento. "Señor, le dijo, sé que eres un hombre exigente: cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido. Por eso tuve miedo y fui a enterrar tu talento: ¡aquí tienes lo tuyo!" Pero el señor le respondió: "Servidor malo y perezoso, si sabías que cosecho donde no he sembrado y recojo donde no he esparcido, tendrías que haber colocado el dinero en el banco, y así, a mi regreso, lo hubiera recuperado con intereses. Quítenle el talento para dárselo al que tiene diez, porque a quien tiene, se le dará y tendrá de más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. (Mt. 25, 14-29)

Dios nos ha dado talentos, nos ha dado bienes; y nosotros, ¿qué hemos hecho de esos tesoros? ¡Ay! quizá, quizá, no los hemos ni aún enterrado, sino que los hemos arrojado a la calle. Llegará un día en que Dios nos diga: “Dame cuenta de tu administración, ¿qué has hecho de los tesoros que te entregué?¿qué has hecho de los talentos?¿qué has hecho de la salud?¿qué has hecho de la vida?¿qué has hecho, en fin, de todos los bienes que te entregué para que negociaras con ellos?”. ¡Ay! quizá habremos malgastado esos tesoros, quizá no tengamos nada de lo que Dios nos dio. ¿Qué hemos hecho, en efecto, de los diez, de los cinco, de los dos talentos que Dios nos ha dado?¿En qué hemos empleado, o mejor dicho, en qué empleamos nuestra vida, nuestra salud y nuestros bienes todos, que no son nuestros, sino que Dios nos los ha dado únicamente para que negociemos con ellos? ¿Quién por nosotros rogará en aquellos instantes? Los amigos, que nosotros habremos hecho, del tesoro mismo de nuestra iniquidad.
 
Y ¿qué significa esto?¿Cuál es el tesoro de nuestra iniquidad? El tesoro de la iniquidad, son nuestros pecados; son nuestras pasiones; son las riquezas; son los honores; son os placeres; con, en una palabra, todas las cosas terrenas, que, en un sentido o en otro, nos conducen al mal. Y ¿cómo podemos nosotros, del tesoro de nuestra iniquidad, hacernos amigos? Convirtiendo ese tesoro de iniquidad, en tesoro de méritos, en tesoro de virtudes. De nuestros pecados, sacando humillación y arrepentimiento; de nuestras pasiones, refrenándolas y sujetándolas, para que no nos arrastren al mal; de las riquezas, si tenemos riquezas, despojándonos de ellas, y dándoselas a los pobres; si somos llamados a los honores, subiendo a ellos sin engreírnos, y siendo modelo de virtud para todos; estos serán nuestros amigos en aquella hora.
(Pláticas II, pág. 732)
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Dejad que crezcan juntos

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Y les propuso otra parábola: "El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras todos dormían vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando creció el trigo y aparecieron las espigas, también apareció la cizaña. Los peones fueron a ver entonces al propietario y le dijeron: "Señor, ¿no habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?". Él les respondió: "Esto lo ha hecho algún enemigo". Los peones replicaron: "¿Quieres que vayamos a arrancarla?"."No, les dijo el dueño, porque al arrancar la cizaña, se corre el peligro de arrancar también el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla, y luego recoged el trigo en mi granero". (Mt.13, 24-30)

Dice el Evangelio que los operarios se quedaron dormidos, y entretanto vino el enemigo y arrojó cizaña. Yo veo tres clases de sueño: el sueño de la calentura que es un sueño intranquilo y nos hace delirar. El que está dominado por alguna pasión, duerme del sueño de la calentura. Aquél que se halla dominado por la avaricia, por el deseo de bienes temporales, duerme el sueño de la avaricia, pero su sueño no es dulce, no es tranquilo, sino que en todo se le representa la pasión. El que está dominado por la ambición, duerme también, pero de un sueño fatigoso, porque el deseo de gloria mundana no le deja; y si vamos recorriendo todos los otros vicios, encontraremos lo mismo; pero no es este el sueño de que nos habla el Evangelio, porque el que de este sueño duerme, se halla apartado de Dios.

Hay otro sueño que es el sueño del amor divino; el alma confiada en Dios, en Él descansa, sobre su Corazón reclina la cabeza cual sobre blanda almohada; duerme, pero duerme en Dios, descansa en Dios, y su sueño es dulce y tranquilo. No es, pues, tampoco de este sueño del que nos habla el Evangelio, porque el que en Dios duerme y descansa está bien guardado. Hay un tercer sueño, el sueño de la indiferencia, el sueño de la tibieza, y este es el sueño de que nos habla el Evangelio. El tibio duerme, y duerme confiado en sí mismo; el tibio no se conoce, pero los que con él están, notan bien su conducta. Se ve un hombre fervoroso, amante de cumplir sus obligaciones, caritativo, humilde, paciente, pero este hombre cae en la tibieza, se duerme, y el enemigo, que siempre vela, va en seguida a sembrar la cizaña, y esta crece con el buen grano. El tibio se pasa la vida tejiendo y destejiendo, porque lo que el buen grano produjo, la cizaña lo echó a perder.

Los operarios, dice el Evangelio, dijeron al dueño del campo. ¿Quieres que vayamos y arranquemos la cizaña? No; les respondió el padre de familia, no sea que arrancando la cizaña, arranquéis también el buen grano; dejad crecer lo uno y lo otro, y en el tiempo de la siega se separarán. ¿Y qué significa esto? ¿acaso hemos de dejar nosotros crecer nuestros defectos? No; lo que Cristo quiere darnos a entender es, que debemos poco a poco ir desarraigando nuestras malas pasiones, que no lo queramos hacer todo de una vez.
(Pláticas II, pág. 563)
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Uno sólo es vuestro Padre

Gravatar Written by Marcelo dixit

Entonces Jesús se dirigió a la gente y a sus discípulos y les dijo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame "Rabbí". «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "Rabbí", porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie "Padre" vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar "Maestros", porque uno solo es vuestro Director: el Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado. (Mt. 23, 1-12)

He aquí la lección de Cristo, lección interesantísima.

Hay dos modos de falsificar la virtud, el uno es por hipocresía, y el otro por ilusión. El hipócrita pretende con su mentida virtud, engañar a los demás, porque a Dios no se le engaña. Quiere pasar por justo, quiere pasar por virtuoso, quiere pasar hasta por santo, y sin embargo, su virtud no es más que hipocresía, falsedad, engaño. Pero hay otra falsificación de la virtud, todavía más general, y es la ilusión; es decir, cada uno ve las cosas a su modo, y toma por bueno lo que en realidad no lo es.
¿Cómo podremos nosotros distinguir la verdadera virtud de la falsa y mentida?

Hay en la vida muchos acontecimientos adversos; un día, por ejemplo, estamos buenos, gozamos de perfecta salud, y al día siguiente somos visitados por la adversidad. Nos hallábamos en un puesto muy elevado, éramos honrados y estimados de todos, y he aquí que la adversidad  se levanta contra nosotros, y somos calumniados, y somos perseguidos, y somos despreciados. Pues ahora bien, si en todos estos acontecimientos, que son otras tantas manifestaciones de la voluntad de Dios, ya vengan directamente de Él, ya vengan de las criaturas; si en todos estos acontecimientos, digo, nos quedamos tranquilos, sin irritarnos, sin sublevarnos, repitiendo aquellas palabras del Padrenuestro: “Hágase tu voluntad”, entonces podemos tener la seguridad de que nuestra virtud no es falsa, sino que es sólida y verdadera.

Aquí tenéis un modo de conocer la verdadera  virtud; si en todo hacemos con agrado la  voluntad de Dios, si le bendecimos lo mismo en la prosperidad que en la adversidad; si recibimos lo que es agradable y lo que es desagradable.

(Pláticas III, pág. 94)
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Ten compasión de mi

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“A unos que se tenían por justos y despreciaban a los demás les dijo Jesús esta parábola: ‘Dos hombres fueron al templo a orar; uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, de pie, hacía en su interior esta oración: Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano; yo ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo que poseo. El publicano, por el contrario, se quedó a distancia y no se atrevía ni a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador. Os digo que éste volvió a su casa justificado, y el otro no. Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. (Lc.18, 9-14)

Es necesaria la humildad, y lo es por dos causas principales. La primera: porque para alcanzar la justicia o perseverar en ella, si es que la tenemos, necesitamos continuamente la gracia de Dios, y Dios no comunica sus gracias, sino a los que son humildes. La otra causa, el otro motivo por el que hemos de ser humildes es porque necesitamos nosotros mismos, para ir adelante, un estímulo, un aguijón. ¿Qué hace el soberbio? Se sienta a descansar, le parece que ha llegado al término, y como el fariseo, exclama: “Gracias te doy, Señor, porque yo no soy pecador como lo son los demás; yo soy caritativo; yo cumplo con los preceptos divinos; yo ayuno dos veces en semana; yo, en una palabra, soy justo, ya he llegado al término, y no me queda nada que hacer”; esto dice el soberbio; y como se ve lleno de méritos, cree que todo lo ha hecho y se sienta a descansar. El humilde, por el contrario, no mira el camino que lleva andado, sino que tiende su mirada hacia delante, y ve el largo trecho que aún tiene que recorrer. ¡Ay! Dice para sí, algo he hecho, pero ¿qué es esto en comparación con lo que tengo que hacer? Acaso he conseguido la obediencia, pero en esta hay muchos grados, y para llegar al último, me queda gran trecho que andar. Acaso he conseguido la virtud de la mortificación, pero la escala de la mortificación es interminable. Tal vez he comenzado a amar a Dios; quizá le amo bastante, pero ¡qué gran diferencia entre el amor que yo tengo y el que le tenían San Agustín y Santa Tersa! ¡Qué diferencia, entre la humildad que yo tengo y la que tuvieron los santos! Aún me queda mucho que andar. ¡Adelante! Era la divisa de los santos, los cuales, empuñando las armas con nuevos bríos, seguían su marcha, sin tener en cuenta lo que habían hecho, sino lo mucho que les quedaba por hacer.

La humildad es, pues, necesaria a todos, a los que comienzan, a los que siguen y a los que han llegado al término.

Jesucristo, durante su vida, nos ha manifestado el precio que tiene la humildad, lo que esta virtud vale. En efecto, no nos ha dicho nunca: “Aprended de mí, a curar enfermos, a obrar milagros” no; y sin embargo, nos ha dicho: “Aprended de mí, que soy mando y humilde de Corazón”. ¡Qué hermosa es la virtud de la humildad! Ella nos gana el Corazón de Dios; ella atrae las bendiciones del cielo, y hace que el alma camine sin inquietud y sin temores, porque el alma humilde no confía en sí misma, sino que se apoya en Dios, y sabe que aunque pise sobre basiliscos, no recibirá daño, porque Dios la tiene cogida por la mano, y no permitirá que le suceda mal alguno.
(Pláticas II, pág.749)
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A Dios lo que es de Dios

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‘Los fariseos se pusieron de acuerdo para sorprender a Jesús en alguna palabra y acusarle. Así que enviaron a algunos de los partidarios de ellos, junto con otros del partido de Herodes, a decirle: “Maestro, sabemos que tú siempre dices la verdad, que enseñas de veras a vivir como Dios manda y que no te dejas llevar por lo que dice la gente, poruqe no juzgas a los hombres por su apariencia. Danos, pues, tu opinión: ¿estamos nosotros obligados a pagar impuestos al césar, o no?”. Jesús, dándose cuenta de la mala intención que llevaban, les dijo: “Hipócritas, ¿por qué me tendéis trampas? Enseñadme la moneda con que se paga el impuesto”. Le trajeron un denario, y Jesús le preguntó: “¿De quién es esta imagen y el nombre aquí escrito?”. Le contestaron: “Del césar”. Jesús les dijo entonces: “Pues dad al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios”.’ (Mt.22 , 15-21)


Todos conocemos perfectamente a los fariseos. A cambio de algunas buenas cualidades que nadie puede negarles, eran soberbios; eran altivos, se preciaban de buenos ciudadanos y de fieles observantes de la ley de Moisés. Su soberbia y arrogancia no les permitían que nadie se les pusiese delante, así es que, viendo el prestigio y la fama de que Cristo gozaba, trataron de desprestigiarle. Determinan tender las redes a Cristo, dirigiéndole una pregunta que no tenía solución “¿Es lícito o no, pagar el tributo al César?”.

Pero no es esto todo. Observad cómo se acercan a Cristo, y el lenguaje que usan. “Maestro, le dicen, sabemos que eres un hombre veraz, que no dices la mentira, sino que hablas siempre como piensas; dinos, pues, ¿es lícito o no, pagar el tributo al César?”.

Comienzan por dar a Cristo un título que es tan grato a su Corazón. ¡Maestro! Le dicen, y luego empiezan a adularle con mentidas frases.

He aquí una obra maestra de prudencia humana, de prudencia que se aconseja en la mentira, en la hipocresía y en la falsedad.

Pero veamos y estudiemos la obra de prudencia divina, que practica Cristo.
 
El maestro celestial conoce perfectamente los corazones de aquellos hombres, y contesta a su pregunta, dejándolos confundidos. “¡Hipócritas!, les dice, ¿por qué me aduláis de ese modo, si lo que estáis tratando es tenderme redes?¿Por qué me tentáis hipócritas?”. Y no se contenta con esto, sino que manda le presenten una moneda, en la cual se halla el busto del emperador, y mostrándosela les dice: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?” –Del César,- respondieron ellos. “Pues bien, les dice Jesucristo, dad al César lo que al César pertenece, sin dejar de dar a Dios, lo que es de Dios”.

He aquí la prudencia divina, prudencia que no se aconseja de la mentira, sino que habla sin temor, diciendo siempre la verdad. ¡Qué distinta es la prudencia humana de la prudencia divina!
 
Lejos de nosotros, mis queridos hermanos, lejos de nosotros la prudencia humana; seamos como nos dice Cristo en el Evangelio, prudentes como serpientes, pero sencillos como la paloma; obremos siempre, mirando a Dios, y con el fin de agradarle, y de esta suerte, nos ganaremos el aprecio de Dios y el aprecio de los hombres; de esta suerte imitaremos a Cristo, y en nuestro corazón no habrá engaño, y Dios habitará en él, y nos comunicará sus dones y sus gracias, y nos enriqueceremos de sus virtudes como se enriquecieron los santos, porque obraremos siempre guiados por la prudencia divina.
(Pláticas III, pág. 637)
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¿Quiénes son los que están llamados a tomar parte de este festín?

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Jesús siguió poniéndoles ejemplos: ‘En el Reino de los cielos pasa lo mismo que con un rey que celebró las bodas de su hijo. Mandó a sus servidores a llamar a los invitados a las bodas, pero estos no quisieron venir. Por segunda vez despachó a otros criados, con orden de decir a los invitados: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y otros animales cebados y todo está a punto; id, pues, a las bodas”. Pero ellos no hicieron caso, sino que se fueron unos a sus campos y otros a su negocio. Los demás agarraron a los criados y, después de maltratarlos, los mataron. El rey se encolerizó y, enviando a sus tropas, acabó con aquellos asesinos e incendió su ciudad. Después dijo a sus servidores: “El banquete de bodas está preparado, pero los que habían sido invitados no eran dignos de él. Id, pues, a las encrucijadas de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda”. Los criados salieron inmediatamente a los caminos y reunieron a todos los que hallaron, malos y buenos, de modo que la sala quedó llena de invitados. Entrando el rey a ver a los que estaban sentados a la mesa, se fijó en un hombre que no estaba vestido con traje de fiesta. Y le dijo: “amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?” Pero él enmudeció. Entonces el rey dijo a sus servidores: “Atadlo de pies y manos y echadlo fuera, a las tinieblas, donde sólo hay llanto y desesperación.” Porque habéis de saber que muchos son los llamados y pocos los escogidos’. (Mt. 22, 1-14)

Estas bodas celebradas por el padre de familias, significa el desposorio de Cristo con las almas, uniéndose a ellas por la gracia.

La gracia existe, la gracia es algo, y basta para convenceros fijar la mirada sobre el justo y sobre el pecador, sobre aquel que posee la gracia, y aquel que está desposeído de ella. Pero ¿qué hace la gracia en nosotros?¿cómo celebra Cristo desposorios con nuestra alma, por medio de su gracia? Jesucristo baja a nuestro corazón, hace de él su morada, le enciende, le ilumina y le inflama, porque la gracia es luz, la luz de la verdad, que es la que ilumina la inteligencia; la gracia es para nuestro corazón, el alimento del amor. El que posee la gracia, lo posee todo, no apetece nada, es feliz, porque teniendo a Dios nada le falta. ¿Qué le importan las riquezas al alma que está desposada con Cristo, por medio de la gracia?¿Qué le importan los honores? Nada.

No; el alma que está desposada con Cristo por la gracia, nada de la tierra apetece, porque sabe que todo lo de la tierra es perecedero y caduco; Dios la posee, ella posee a Dios, y esto le basta.

Pero ¿y quiénes son los que están llamados a tomar parte de este festín, a estos desposorios de Cristo con el alma, por medio de la gracia?¿Acaso los grandes, o los sabios, o los que poseen nobles prendas de corazón? No; Jesucristo no sólo llama a los grandes, a los sabios, y a los que poseen nobles prendas de corazón, sino que los llama a todos, al rico y al pobre; al gigante y al pigmeo; al sabio y al sencillo e ignorante; al que posee prendas de corazón, y al que no las posee; a todos llama Cristo, todos son invitados a sus bodas, con todas las almas quiere Cristo desposarse.

Pues vengamos a Cristo, no nos pide más que docilidad y rendimiento, buena voluntad, y esto basta. Acerquémonos a Cristo, no temamos nada, reconciliémonos con Él, que dispuesto está a comunicarnos su gracia, a desposarse con nuestra alma, uniéndose a ella, y purificándola de toda mancha.
(Pláticas III, pág. 133)
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Levántate

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Aconteció después, que él iba a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud. Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad. Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores. Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate. Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre. Y todos tuvieron miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo. Y se extendió la fama de él por toda Judea, y por toda la región de alrededor.
(Lc. 7, 11-17)

¡Cuántas y cuántas cosas pudiéramos nosotros estudiar en el Evangelio de hoy! Fijaremos, sin embargo, nuestra atención, en un solo punto, recordando aquellas palabras de Cristo, al joven que muerto se hallaba: “¡Joven, levántate!”

Hay en nuestro corazón muchos afectos; afectos de amor y afectos de odio; afectos de temor y afectos de esperanza; afectos de alegría y afectos de tristeza. Y ¿a quién se dirigen nuestros afectos? A la tierra, y nada más que a la tierra. ¿Qué es lo que nos alegra?¿acaso las cosas del cielo? No, hermanos míos, nos alegra el placer; nos alegra la prosperidad; nos alegra el oro; nos alegran las distinciones. Y ¿qué es lo que nos entristece? ¿es por ventura ver a Dios ofendido, ver a la Iglesia perseguida? No, nada de esto nos entristece; lo que nos entristece, son las pérdidas de nuestros intereses, la pérdida de la honra, la pérdida de los bienes temporales. Y ¿qué es lo que amamos, y qué es lo que aborrecemos? Amamos el bienestar; amamos la salud; amamos a las criaturas; y aborrecemos todo aquello que pueda hacernos sufrir. Pues, ahora bien, Jesucristo dice a nuestros afectos, Jesucristo dice a nuestro corazón: “¡Surge! ¡Sursum corda! Levántate, no se apegue ese corazón a lo terreno”.

Pero hermanos míos, notad bien lo que nos dice el Evangelista San Lucas: Y Jesucristo acercándose al féretro dijo: “Levántate porque yo te lo mando”. Jesucristo manda con autoridad soberana; Jesucristo manda también con la autoridad que le da el amor, y el amor llevado al sacrificio.

Pues ese Jesucristo, nuestro Salvador, nuestro Bienhechor, nuestro Redentor, es el que nos dice: “Levántate; yo te lo mando: levántate”. ¡Ay! Quizá nosotros, oprimidos bajo el peso de nuestras miserias, hemos contestado, y contestamos a esta voz de Cristo: “No puedo... quiero levantarme, quiero levantar mi pensamiento a las alturas, y mi cabeza se inclina a la tierra; quiero levantar mis afectos y mis deseos, y mis afectos y mis deseos se inclinan a las criaturas... Imposible, no puedo levantarme”. Esto respondemos, cuando Cristo nos habla, cuando acercándose a nosotros nos dice: “¡Levántate!”.

Pero ¡ay! Si Jesucristo nos manda que nos levantemos, es porque Él mismo nos sostiene: “Levántate, nos dice, porque yo estoy aquí, y si tú eres débil, yo soy fuerte; y si tú eres miserable y ruin, yo soy el Dios de la eternidad; levántate, porque yo te lo mando y te ayudo a levantar”.
(Pláticas II, pág.762)
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Los últimos serán los primeros

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En aquel tiempo, Jesús dijo: “El reino de los cielos se puede comparar al dueño de una finca que salió a contratar trabajadores para su viña. Acordó con ellos pagarles el salario de día. Volvió a salir sobre las nueve de la mañana y vio a otros que estaban en la plaza, desocupados. Les dijo: ‘Id también vosotros a trabajar a mi viña. Os daré lo que sea justo.’ Y ellos fueron. El dueño salió de nuevo hacia el mediodía, y otra vez a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Alrededor de las cinco volvió a la plaza y lo mismo. Cuando llegó la noche, el dueño dijo al encargado del trabajo: ‘Llama a los trabajadores, y págales empezando por los últimos y terminando por los primeros’. Vinieron los de las cinco de la tarde y recibieron el salario de un día. Al llegar a los primeros, pensaron que cobrarían más, pero también ellos recibieron el salario de un día cada uno. Y al tomarlo, murmuraban contra el amo y decían: ‘A estos, que llegaron al final y trabajaron solamente una hora, les has pagado igual que a nosotros, que hemos soportado el trabajo y el calor de todo el día’. Pero el dueño contestó a uno de ellos: ‘Amigo, no te estoy tratando injustamente. ¿Acaso no acordaste conmigo recibir el salario de un día? ¿O quizá te da envidia el que yo sea bondadoso?’ De modo que los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos”.  (Mt. 20,1-16)

    Lo primero que hallamos en el Evangelio, es un retrato; Jesucristo, dueño de la heredad de nuestra alma, que solícito le envía a todas horas operarios; y estos operarios son, las gracias de Dios, que continuamente caen sobre nuestro corazón, a fin de que trabajemos y hagamos producir frutos de santificación.

    Pero decía yo, que en el Evangelio hallábamos también un gran consuelo para nosotros. Y en efecto, vemos cómo nuestro Padre Celestial a todas horas, en todo momento, envía operarios a la viña de nuestra alma; es decir, que en toda edad nos da su gracia para santificarnos. Aun cuando hayamos vivido siempre en el pecado, aun cuando hayamos ofendido mucho a Dios, nuestro Padre Celestial a todas horas envía operarios a su viña, a fin de que no se pierda y produzca, trabajada la tierra por los operarios, frutos de santificación.

    Pero además del retrato que hemos encontrado en el Evangelio, y además de la consoladora esperanza que tenemos, a causa del amor y solicitud que Dios tiene sobre la viña de nuestra alma, encontramos también una lección. Jesucristo termina diciendo: “Así sucederá en el reino de los cielos, lo que a los operarios de la viña; los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos”. Y de esto tenemos ejemplos en la historia. Recordad al ladrón, que el Viernes de la Cruz se hallaba junto a Cristo, crucificado también. La vida de aquel hombre fue una larga cadena de crímenes; quizá allí mismo en el Gólgota, blasfemaba con su compañero, de la persona de Cristo; pero de repente se siente movido de la gracia, y volviéndose a Cristo, exclama arrepentido: “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Y Cristo desde su Cruz y próximo a dar el último suspiro, se volvió a él: “Hoy, le dijo, estarás conmigo en el paraíso”. Y Dimas en sus últimos momentos se santificó.

    Es que la santidad no consiste en haber vivido largos años, y haber vivido bien, sino que mide por la grandeza del sacrificio que se hace; por eso muchos que fueron malos toda su vida, y se convirtieron allá en los últimos instantes, estarán más elevados en el cielo que otros, que tal vez, no ofendieron a Dios, pero no practicaron tampoco grandes cosas, en lugar que aquellos, cuando sintieron la gracia de Dios, se rindieron y entregaron sin reservarse nada para sí.

    Pues, aprovechemos la lección del Evangelio, entreguémonos a Dios sin reserva; y si vivimos poco, procuremos en poco tiempo santificarnos, porque ya hemos visto que la santidad no depende de la larga vida, sino del heroísmo de nuestras acciones; y si vivimos mucho, procuremos que todos nuestros días sean llenos.

(Pláticas III, pág. 208)
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¿Qué es la misericordia?

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En aquel tiempo Pedro fue y preguntó a Jesús: “Señor, ¿cuántas veces he de perdonar?¿Hasta siete?”. Jesús le contestó: ‘No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete. Por eso, el Reino de los cielos es semejante a un rey que resolvió arreglar cuentas con sus empleados. Cuando estaba empezando a hacerlo, le trajeron a uno que debía diez millones de monedas de oro. Como el hombre no tenía con qué pagar, el rey dispuso que fuera vendido como esclavo, junto con su mujer y sus hijos y todas sus cosas para pagar la deuda. El empleado se arrojó a los pies del rey, suplicándole: “Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo”. El rey se compadeció, y no sólo lo dejó libre, sino que además le perdonó la deuda. Pero apenas salió el empleado de la presencia del rey, se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien monedas; lo agarró del cuello y le gritaba apretándole: “Págame lo que me debes” El compañero se echó a sus pies y le rogaba: “Ten un poco de paciencia conmigo y te pagaré todo” Pero el otro no aceptó, sino que lo mandó a la cárcel hasta que le pagara toda la deuda. Los compañeros, testigos de la escena, quedaron muy molestos y fueron a contarle todos a su señor. Entonces el señor hizo llamar a su empleado y le dijo: “Siervo malo, yo te perdoné todo lo que me debías en cuanto me o suplicaste. ¿No debías haberte compadecido de tu compañero como yo me compadecí de ti?” Y se enfureció tanto el señor, que lo entregó a la justicia hasta que pagara toda la deuda’.Y Jesús terminó con estas palabras: “Así hará mi Padre celestial con vosotros si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos”.  (Mt. 18, 21-35)

El Evangelio de hoy nos da una lección importantísima: Que Dios usará con nosotros de misericordia, si nosotros la usamos con nuestros hermanos, o en otros términos; que con la medida con que midiéremos a nuestros prójimos, seremos medidos.

Una vez que los Apóstoles instaron a Cristo, para que les enseñase a orar, Cristo les enseñó a decir entre otras cosas: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Y en el célebre sermón llamado de la montaña, Jesucristo elevando la voz decía: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. Es que Dios es justo, infinitamente justo, y da a cada cual su merecido, y pone como condición indispensable para dispensarnos su misericordia, el que nosotros de ella usemos con nuestro prójimo.

Y ¿qué es la misericordia? La misericordia es un sentimiento sobrenatural, es la compasión  que sentimos hacia la desgracia ajena, y llevados de un movimiento, de un empuje de la gracia, socorremos la necesidad de nuestro hermano. No es, pues, la gracia cosa natural, sino que es cosa sobrenatural.
Pedimos a Dios luz muchas veces que a oscuras nos hallamos, y Dios no nos da luz, porque nosotros no iluminamos a los que se hallan en tinieblas; queremos que Dios vista nuestra alma de virtudes, y nosotros no queremos vestir a los que se hallan desnudos; queremos, en una palabra, que Dios nos dé, y nosotros no queremos dar; nosotros no damos.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Seamos misericordiosos con nuestros hermanos; socorramos sus necesidades, y si no tenemos medios para dar el pan al menesteroso, démosle a lo menos, el pan de la inteligencia, el pan de la verdad, y veremos cómo de este modo, usando con el prójimo de misericordia, Dios la usará con nosotros, y nuestras peticiones serán oídas, y Dios nos dará luz.

(Pláticas III, pág. 137)
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Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos

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Dijo Jesús: Si tu hermano peca contra ti, vete a corregirlo, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos.  Si no quiere escucharles, díselo a la Iglesia. Y si hasta a la Iglesia no quiere escuchar, sea para ti como el gentil y el publicano. En verdad os digo: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo. También os digo que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre, que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. (Mt. 18, 15-20)


“Allí donde se congregan dos o tres en mi nombre, habito yo”. Y ¿qué es congregarse en nombre de Cristo? ¿qué es estar unidos en nombre de nuestro divino Redentor? Estar reunidos en nombre de Cristo, es estar unidos por la caridad; esto es estar en nombre de Cristo, unidos; y allí habita Cristo, allí reina, allí mora donde hay caridad. Pero hermanos míos; ¿practicamos nosotros la caridad, según el deseo de Cristo? ¿podemos acaso decir con San Pablo y Santa Teresa, que no hay dolor que aqueje a nuestro hermano, que no padezcamos nosotros mismos? ¡Ay, qué lejos estamos de esta caridad! Si nos examinamos detenidamente; veremos que nuestros juicios son poco caritativos; muchas veces suponemos al prójimo intenciones que no habían soñado siquiera; y si examinamos nuestros afectos, también los hallaremos vacíos de caridad. Vemos llorar al prójimo, le vemos sufrir, pero nos quedamos indiferentes. Una muerte, una desgracia ha herido a nuestro hermano, y nos alarmamos, no por su desgracia, sino porque tememos que nos sobrevenga a nosotros lo mismo.
 
Y si examinamos nuestras obras, encontraremos que tampoco van selladas con el sello de la caridad. Vemos a nuestro hermano en la pobreza, en la miseria, en la enfermedad, y acaso le socorremos con aquello que nos sobra; pero ¿quién es el que se impone privaciones por socorrer al prójimo?

Vivamos en la tierra como peregrinos, no nos apeguemos a nada que a la tierra pertenezca.
 
(Pláticas III, pág.264)
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Carga con tu cruz y sígueme

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En aquel tiempo, Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, y que los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley le harían sufrir mucho. Les dijo que lo iban a matar, pero que al tercer día resucitaría. Entonces Pedro le llevó aparte y comenzó a reprenderle, diciendo: “¡Dios no lo quiera, Señor! ¡Eso no te puede pasar!”. Pero Jesús se volvió y dijo a Pedro: “¡Apártate de mí, Satanás, pues me pones en peligro de caer! ¡Tú no ves las cosas como las ve Dios, sino como las ven los hombres!”. Luego Jesús dijo a sus discípulos: “El que quiera ser mi discípulo, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por causa mía, la recobrará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?¿O cuánto podrá pagar el hombre por su vida? El Hijo del hombre va a venir con la gloria de su Padre y con sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno conforme a sus hechos”. (Mt.16, 21-27)

“El egoísta, al encontrarse con el dolor, se arma con todo género de armas para combatirlo, y nada omite a cambio de ahuyentarlo. Busca el placer, pero el dolor le persigue, aun en medio de los festines busca las riquezas, pero entre el oro se desliza y se introduce el dolor.

El amador de Cristo, por el contrario, si no es tan generoso que corre tras el dolor, como corría el negociante del que nos habla el Evangelio, tras el tesoro o tras la piedra preciosa, a lo menos lo recibe de buena voluntad, si se lo envía el cielo, y no lo sacude o despide como perjudicial huésped.

Y no podía ser de otro modo. El que ama se goza en dar al amado pruebas de su afecto, y entre las pruebas del afecto, no hay ninguna tan cierta, tan inequívoca, tan evidente como los sacrificios. Todo en este mundo suele ser engañoso. El rostro dulce a veces es máscara con que se encubre corazón de fiera. Las palabras blandas a menudo son dictadas por el cálculo, y mucho dictan de revelar lo que en el interior guardamos. Aun nuestro porte ordenado, nuestra conducta ajustada exteriormente a la ley, es, con frecuencia, hipocresía.

Las precedentes reflexiones bastan a explicar el por qué los que aman a Dios viven cerca de la Cruz, moran junto a ella, como la Virgen Madre en el Calvario; y deben servirnos de estímulo para estimar en lo que vale el padecer, y no horrorizarnos de todo lo que a sufrimiento huele o sabe.

No: seamos generosos, y ya que no nos lancemos en demanda de cruces, no las rehusemos, si se nos presentan, y ofrezcámonos a llevarlas sobre los hombros, no confiados en las propias fuerzas, sino en los alientos que la Gracia comunica a los que en ella se apoyan”.
(Med. Pág 426-427)
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"¿Quién decís que soy?”

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Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” Ellos contestaron: “Unos dicen que Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que Jeremías o algún profeta”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?”. Simón Pedro le respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Entonces Jesús le dijo: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque ningún hombre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a edificar mi iglesia; y el poder de la muerte no la vencerá. Te daré las llaves del reino de los cielos: lo que ates en este mundo, también quedará atado en el cielo; y lo que desates en este mundo, también quedará desatado en el cielo”. Luego Jesús ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías. (Mt.16, 13-20)

Pedro era un hombre recto, un hombre sencillo, un hombre bueno; buen esposo, buen hijo; pero aunque recto y bueno, no era santo, ni mucho menos. Sin embargo, después que ha vivido en compañía de Cristo, Pedro se transforma en otro hombre.

Y ¿cuándo había aprendido Pedro esta santidad? En los tres años que había pasado con Cristo; había visto los ejemplos de Cristo, había sido testigo de las virtudes de Cristo, había aspirado, por así decir, el aliento de Cristo, y algo, o mejor dicho, mucho se le había pegado de Cristo. Y esto es claro; cuando vivimos al lado de una persona, algo se nos pega de esa persona, y a veces mucho, y a veces todo; sus movimientos, sus actos, su tono de voz, y hasta el giro que damos a nuestras frases, es el mismo que el de la persona con la cual tratamos.

Pues ahora bien; Pedro había vivido tres años al lado de Cristo, había, como he dicho antes, aspirado el aliento de Cristo; y ¿acaso se puede estar al lado de Cristo sin amarle? No; imposible, porque Cristo tiene imán que se lleva tras de sí los corazones, por eso las turbas se agrupan alrededor de Cristo, para verle y para oír las palabras de vida eterna que brotan de sus labios. Es que es imposible ver a Cristo sin amarle, porque la belleza de Cristo cautiva y enamora los corazones.
 
¿Queremos nosotros ser sabios con la sabiduría celestial; queremos elevarnos a las alturas de la santidad; queremos crecer en amor, vivir del amor y morir de amor? Pues imitemos al Apóstol San Pedro, vivamos con Cristo, aprendamos a conocer a Cristo por medio de la oración; y conociéndole y tratando con Él, le amaremos, y nos encenderemos en caridad, en amor divino, y viviremos vida de amor, y moriremos amando.
(Pláticas III, pág. 88)
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Created: Mié 17 Agosto 2011 09:35
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"Tu fe te ha salvado"

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Mientras él les decía estas cosas, vino un hombre principal y se postró ante él, diciendo: Mi hija acaba de morir; mas ven y pon tu mano sobre ella, y vivirá. Y se levantó Jesús, y le siguió con sus discípulos. He aquí una mujer enferma de flujo de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto; porque decía dentro de sí: Con solamente tocar su manto, quedaré sana. Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado. Y la mujer quedó curada desde aquella hora. Al entrar Jesús en la casa del principal, viendo a los que tocaban flautas, y la gente que hacía alboroto, les dijo: Apartaos, porque la niña no está muerta, sino duerme. Y se burlaban de él. Pero cuando la gente fue echada fuera, entró, y tomó de la mano a la niña, y ella se levantó. Y se difundió la fama de esto por toda aquella tierra. (Mt. 9, 18-26)

Hay males espirituales, hay enfermedades del alma que son incurables; por tal debe reputarse la tibieza, que enerva el alma, la adormece y la hace insensible. Por tal debe también reputarse el pecado, la obstinación en el vicio, que endurece la conciencia, la encallece, haciéndola insensible a los remordimientos. Por mal irremediable debe reputarse también el estado de los que se han olvidado de Dios, que le han vuelto la espalda, y le han abandonado.

He aquí tres males que solemos padecer, y tres males incurables. Y ¿qué hacer en tan triste situación? ¿Acaso entregarnos a la desesperación y al desaliento? No, no; que para estos males hay remedio, porque tenemos a Cristo. No importa que padezcamos la enfermedad incurable de la tibieza, y que nos hallemos en un estado de postración semejante al de un paralítico; no importa que hayamos pecado mucho, que le hayamos vuelto la espalda a nuestra Padre Celestial, que nuestra alma encallecida por el vicio, no sienta el aguijón del remordimiento; no importa tampoco que la sociedad haya tornado la espalda a Dios y se haya declarado su enemiga; no importa nada de esto, con tal que a Cristo vayamos con confianza, nuestros males desaparecerán. ¿No lo veis cómo atiende a la súplica de Jairo, y cómo abandona aquel lugar para ir a resucitar a aquella, a quien la muerte acaba de cortar el hilo de la vida? Es que Jairo se ha acercado a Cristo con confianza, y Cristo nada puede rehusar a una confianza llena de fe. Y lo mismo hace con aquélla desdichada mujer, que tanto tiempo venía padeciendo grave dolencia. “Con tal que logre tocar la orla de su vestidura, quedaré sana”, se dice para sí la mujer; y su esperanza en Cristo, es recompensada, porque al instante le es devuelta la salud. Así nosotros, no importa que seamos unos miserables, no importa que hayamos pecado mucho; si a Cristo nos acercamos confiadamente; Cristo nos perdonará, y los que ayer éramos tal vez piedra de escándalo para nuestros hermanos, seremos motivo de edificación; y los que acaso éramos justos, nos tornaremos más justos aún. No, no desconfíe ninguno de Cristo. ¿No le veis cómo su semblante respira dulzura y bondad? ¿No le veis dispuesto a la misericordia? ¿No le veis cómo se inclina hacia nosotros, y parece repetir aquellas palabras que en otro tiempo dijo: “Venid a mí todos los que os halláis enfermos y trabajados que yo os aliviaré”? Pues, acudamos a Él con confianza.
(Pláticas III, pág. 148)
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Created: Vie 12 Agosto 2011 22:59
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"¿Dónde está vuestra fe?"

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“Un día subió Jesús con sus discípulos a una barca y les dijo: ‘Pasemos a la otra orilla’. Y se adentraron en el lago. Mientras navegaban se durmió. Y cayó sobre el lago tal torbellino que la barca se inundaba y corrían peligro. Los discípulos se acercaron y lo despertaron, diciendo: ‘¡Maestro, maestro, que perecemos!’. Él se levantó, increpó al viento y a las olas, que cesaron, y se hizo la calma. Entonces les dijo: ‘¿Dónde está vuestra fe?’. Llenos de miedo y de admiración, se decían: ‘¿Quién es éste, que manda incluso a los vientos y al agua y le obedecen?’.”  (Lc.8, 22-25)

Ante todo, nos dice San Lucas, que los discípulos siguieron a Jesús, e hicieron bien, porque el que a Cristo sigue, no anda en tinieblas; y el que a Cristo sigue no equivoca la ruta, porque Cristo es la luz del mundo, Cristo es el camino. Pero Cristo no es solamente la luz y el camino, sino que es así mismo caridad, Cristo es amor, y el que a Cristo sigue, permanece en el amor. ¿Y qué hay mejor que el amor y la caridad? Y el amor de Cristo no es un amor infecundo, sino que produce obras de virtudes.

Sigamos, pues, a Cristo, y sigámosle donde quiera que vaya; si se embarca en plácida orilla, embarquémonos con Él; y si por el contrario, se embarca en estrecha nave, no importa, sigámosle también; y si las olas furiosas se levantan en ademán de tragarnos, permanezcamos con Cristo, y todo lo tendremos seguro. Cuando Jesús está con nosotros, todo se nos hace dulce, todo se nos hace fácil, pero ¡ay! cuando estamos sin Jesús, todo es angustia, todo oscuridad, todo tinieblas. Y si poseemos inmensas riquezas, y si todo el mundo nos adula, y nos ofrece incienso, si no estamos con Jesús, somos unos pobres desgraciados; y si por el contrario, estamos con Cristo, aun cuando seamos extremadamente pobres, de una pobreza vecina a la miseria, aun cuando todo el mundo nos desprecie y nos humille, seremos ricos y dichosos, porque estaremos con Jesús.

Pues decidámonos de una vez a seguir a Cristo, y si vemos correr lágrimas por las mejillas de aquellos que en pos de Cristo van, no importa, no nos detengamos por eso, sigamos con valor a Cristo; y si Cristo nos manda penas y tribulaciones, no importa tampoco, bendigamos la mano que nos hiere, porque no lo hace con otro fin sino para purificar nuestra alma, y para que nuestro amor sea un amor verdadero; y si a Cristo seguimos aquí en la tierra, tendremos luz, tendremos amor y caridad, y esta caridad y este amor, producirán en nosotros actos de virtudes.
(Pláticas II, pág.556)
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Los panes y los peces

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En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos.  Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle:

- Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.
Jesús les replicó:
- No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer.
Ellos le replicaron:
- Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces.
Les dijo:
- Traédmelos.

Mandó a la gente que se recostara en la hierba y tomando los cinco panes y los dos peces alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. (Mt. 14, 13-21)
 
Muchas cosas tenemos que aprender de este Evangelio. En primer lugar el desinterés, el afán con que las gentes siguen a Cristo; no piensan en lo largo del camino; el sol cae a plomo sobre sus cabezas, pero no importa, van en pos de Cristo y no descansarán hasta que le encuentren. Tal vez les esperan en sus casas que han abandonado por seguir a Cristo... No les preocupa, siguen adelante, se olvidan de sí mismos, no se acuerdan de que no han tomado nada. ¡Ay! ¿dónde está ese desinterés de las muchedumbres entre los que hacemos profesión de seguir a Cristo?¿Quién es el que le sigue sin interés? ¡Ah! Buscamos la gloria de Cristo, sí; pero buscamos al mismo tiempo la nuestra; alabamos a Cristo, pero buscamos las propias alabanzas; en una palabra, queremos ser de Cristo, pero sin dejar nuestros goces, nuestros apetitos; tenemos nuestro corazón dividido entre Cristo y el mundo, pero como nadie puede servir a dos señores, resulta que ni somos de Cristo ni somos del mundo.

Tres cosas debemos notar en las gentes; primero: su desinterés en seguir a Cristo; segundo: cómo fueron recompensadas, oyendo la palabra de Cristo; y tercero: el cuidado que Cristo toma de los que le siguen, proporcionándoles el alimento del cuerpo, del cual ellos no se habían ocupado. ¡Qué magnífica recompensa para las gentes! Ellos se olvidan de sí mismos por seguir a Cristo, y Cristo cuida de alimentarlos. ¿No es esto la realización de aquellas palabras salidas de la boca de nuestro Divino Salvador: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”. ¡Ay! que si sirviéramos a Cristo, sólo por Cristo, sin buscar nuestro propio interés, Él se cuidaría de nosotros; de nuestra alma, enriqueciéndola de virtudes, y de nuestros bienes temporales, haciendo que nuestros negocios fuesen prósperos.

Imitemos a las multitudes, sigamos a Cristo, y sigámosle sin interés; teniendo a Cristo ¿qué podemos desear? Rico es aquel que todo le sobra; pues teniendo a Cristo, nada de lo que el mundo tiene podrá satisfacernos, Cristo sólo nos bastará.
(Pláticas II, pág. 591)
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Created: Jue 28 Julio 2011 14:23
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