8 de diciembre de 2021. Una reflexión de MªIsabel Macarro, adc.
MARÍA DE NAZARET, LA SIN-PECADO
Recuerdo haber leído cosas de LA Virgen que me encantan. Creo que las dos a las que me refiero son de Pablo VI: «María, la mujer del más grande amor», una y «Hubo un tiempo en el que toda la Iglesia era sólo María, la otra.
«Hubo un tiempo en el que toda la Iglesia era sólo María», ¡¡que bonito!! En ese tiempo la Iglesia era sólo SANTA, Santa y Sin-pecado. No «santa y pecadora» sino sólo santa. Y como santa de verdad, con conciencia de pequeñez y de salvada: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador porque ha mirado la pequeñez de su esclava.» La persona santa, cuando de verdad lo es, sabe que no es perfecta, sabe que es una persona salvada, salvada del pecado: el que comete, y el que no comete gracias a Dios.
«Hubo un tiempo en el que toda la Iglesia era sólo María». El mejor momento de la Iglesia, al que tendríamos que volver la mirada constantemente para aprender:
Sólo apertura y seguimiento a Jesucristo.
Sólo escucha y “hágase” a lo que Dios propone.
Sólo acogida y entrega a los demás del Espíritu Santo que la cubre.
Sólo ternura de pañales para los jesucristos que no tienen sitio en otras partes.
Sólo intimidad de corazón compartido para asentar los acontecimientos de la vida.
Con el gozo y el dolor que acarrea la opción por Jesucristo.
Dejando que Jesucristo crezca sin entender del todo todo.
«Hubo un tiempo en el que toda la Iglesia era sólo María». Hubo un tiempo en el que de verdad la Iglesia era Santa e Inmaculada. El mejor momento de la Iglesia. El origen de la Iglesia. Su germen. La Encarnación. La Encarnación gracias al «hágase» de la niña nazarena. Ahí empezamos a decir sí a Dios de nuevo, ahí empezamos a dar entrada a Dios hecho hombre, ahí empezó el Reino: Dios-con-nosotros.
Ahí, en María de Nazaret, empezó una de nosotras a vivir las bienaventuranzas. «Dios te salve llena de gracia»: corazón despojado y limpio, con hambre y sed de lo bueno, comprensiva y compasiva, que une y suaviza, que vive con su Hijo y como Él, las contradicciones de la vida y así las encaja… ¡Dios te salve llena de gracia!
«Hubo un tiempo en el que toda la Iglesia era sólo María», sin año litúrgico, sin rúbricas, sin oración oficial de la Iglesia; sin derecho canónico, sin discaterios; sin velas, sin incienso, sin capisayos. Sin sacramentos: sólo Jesucristo, Sacramento de Dios; después vendrá la Eucaristía: sacramento de su persona entregada y de su vida derramada.
«Hubo un tiempo en el que toda la Iglesia era sólo María», «la mujer del más grande amor», la mejor creyente, la mejor discípula. La salvada por antonomasia.
Pero, con el estilo de Dios, con el estilo de la Encarnación de Dios, María dio su Hijo al mundo, aunque al darlo, se contaminara la Iglesia… Así fue, la hemos contaminado con nuestro pecado llenándola de contradicción: creyente y a la par apóstata, discípula y a la par seguidora de otros dioses.
Éste es el estilo de Dios y este fue el de María: no se adueñó de su Hijo reservándolo para ella sola por temor a perderlo o ensuciarse, sino que lo entregó hasta quedarse sin Él, fiada sólo en el que era su Dueño. Y la Iglesia se estropeó, se estropeó notablemente porque nos acogió a las que vamos por la vida con pecados y sin santidad,
a las que no sabemos abrirnos ni acoger a Jesucristo como quisiéramos
a las que no sabemos escuchar y decir siempre “hágase” a lo que nos propone
a las que nos resistimos a al Espíritu Santo cuando intenta arroparnos
a las que no somos ternura de pañales para otros
a las que nos desbordan los acontecimientos de la vida sin intimidad de corazón compartido con Dios
a las que no es precisamente la opción por Jesucristo lo que nos acarrea dolores.
A las que, no obstante, sin entender de nada nada, reconocemos, que Jesucristo sigue creciendo en nosotras.
Y hoy nuestra Iglesia, precisamente por culpa de las personas que la formamos, ya no es sólo santa y sin-pecado, ahora es pecadora.
Pecadora y ¡salvada! Lo que fue en su germen lo será también en su devenir. ¡Salvada!: sólo santa y Sin-pecado, como la mujer del más grande amor, cuando Dios haga nueva todas las cosas gracias a Jesucristo su Hijo, persona humana como nosotras. Persona humana como nosotros gracias a María, desde el momento aquél en el que toda la Iglesia era sólo Ella e imagen de lo que llegaríamos a ser.
Y esto, a pesar del pecado. A pesar del año litúrgico, de las rúbricas, de la oración oficial de la Iglesia; del derecho canónico, de los discaterios; de las velas, de los inciensos, de los capisayos.
Con el gran sacramento: la Eucaristía, sacramento de su persona entregada y de su vida derramada.
Todo, de la mano de María, la mujer del más grande amor, la madre de Jesucristo, la mejor creyente, la mejor discípula. La salvada por antonomasia, LA SIN-PECADO.